En el siglo II aparecieron unos
Evangelios llamados “apócrifos” (ocultos) por oposición a los “canónicos”.
Intentaban cubrir las lagunas que los cuatro Evangelios tenían de la vida de
Jesús, sobre todo de su infancia. Las comunidades cristianas no los admitieron
como auténticos. Aunque se atribuían a un apóstol o a un personaje relacionado
con Jesús, la Iglesia no los ha reconocido como palabra de Dios. Son
narraciones legendarias con una mezcla de buena voluntad y de fantasía, aunque
tengan muchos datos correctos. Han tenido bastante influjo en devociones y
fiestas populares, así como en el arte religioso.